¿Por qué una Constitución de la Tierra?
Escrito por Luigi Ferrajoli (filósofo y jurista italiano), publicado en www.elpais.cr el pasado 13 octubre, 2020.
De esta conciencia banal nació la idea de crear un
movimiento destinado a promover una Constitución de la Tierra. Somos bien
conscientes del hecho de que este proyecto puede parecer una utopía, una
propuesta poco realista e inalcanzable. ¿Cómo se puede en tiempos como los
actuales, de crisis de las democracias nacionales y de procesos
deconstituyentes, incluso en los países más avanzados, plantear una democracia
cosmopolita y una constitución mundial que una a cientos de pueblos diferentes,
a veces en conflicto entre sí? ¿Cómo se puede hacer que tal pacto sea
compartido por los 196 estados y por los nuevos soberanos irresponsables e
invisibles, en que se han transformado los mercados?
Pues bien, precisamente los argumentos escépticos
que subyacen a estas preguntas, la inexistencia de un pueblo mundial homogéneo
y la existencia de los Estados soberanos, son en mi opinión las razones
principales que dan fundamento a la necesidad y la urgencia de una ampliación
del paradigma constitucional a escala internacional. En efecto, frente a la
concepción nacionalista e identitaria de la constitución formulada por Carl
Schmitt en los años treinta del siglo pasado, y propuesta nuevamente hoy por
tantos populismos y soberanismos, no creemos que la constitución consista en la
expresión de la “identidad” y la “unidad del pueblo como totalidad política”.
Por el contrario, es un pacto de convivencia pacífica entre los diferentes y
los desiguales: un pacto de no agresión entre los diferentes y un pacto de
ayuda mutua entre los desiguales. Por esta razón, es tanto más legítimo,
necesario y urgente cuanto mayores son las diferencias de identidades
personales que debe proteger y las desigualdades materiales que está llamada a
reducir. En resumen, una constitución es legítima y democrática no porque
querida por todos, sino porque garantiza a todos. Por otro lado, es evidente
que siete mil setecientos millones de personas, 196 estados soberanos, diez de
los cuales están equipados con armamento nuclear, un capitalismo voraz y
depredador y un sistema industrial ecológicamente insostenible, no pueden
sobrevivir a largo plazo sin afrontar la devastación del planeta, el aumento de
las desigualdades y la pobreza, además de los racismos, los fundamentalismos y
la criminalidad.
Se entiende cómo, de cara a estos desafíos globales
a la razón jurídica y política, las políticas de los estados nacionales son
inadecuadas e impotentes. Son desconcertantes su inercia y su silencio en torno
a las catástrofes humanitarias, a las guerras y las amenazas de desastres ecológicos
de los que, entre otras cosas, huyen masas de migrantes que nuestras leyes
inútiles y nuestras fronteras militarizadas no pueden parar. Ciertamente, esta
insuficiencia de las políticas nacionales se explica también por su
subordinación a la economía generada por la corrupción, los conflictos de intereses
y las presiones de los lobistas. Pero depende sobre todo de dos graves aporías
que afectan a la democracia política, ambas vinculadas a la
relación de las políticas nacionales por un lado con el tiempo, y por otro, con
el espacio.
Las políticas nacionales están vinculadas al corto
plazo, más bien cortísimo, de las competiciones electorales, o peor, de las
encuestas, y a los estrechos espacios de los territorios nacionales: corto
plazo y espacios estrechos que evidentemente impiden que los gobiernos
estatales, interesados únicamente en el consenso electoral, hagan frente a los
desafíos y problemas mundiales con políticas a su altura. Las amenazas más
graves al futuro de la humanidad: la devastación ambiental, las explosiones
nucleares, las masacres de migrantes, la miseria y las enfermedades no tratadas
que cada año causan la muerte de millones de seres humanos, son ignoradas por
nuestra opinión pública y por nuestros gobiernos nacionales, y no entran en su
agenda política, totalmente vinculada a los estrechos espacios diseñados por
las competiciones electorales. Debido a la práctica diaria de las encuestas, en
vista de los plazos electorales, la política también está perdiendo las
dimensiones del tiempo: por un lado, la amnesia, es decir, la pérdida de la
memoria de las guerras mundiales, del fascismo y de los “nunca más” de los que
nacieron las constituciones y las cartas de la segunda posguerra; por otro, la
miopía y la irresponsabilidad por el futuro no inmediato y por los problemas
mundiales. Sólo así se explica el regreso de la guerra que ha tenido lugar en
estos años, la indiferencia despreocupada por la destrucción en curso del
medioambiente y el mal pronóstico para el futuro de nuestro planeta.
En conclusión, la democracia de hoy sólo sabe del
corto plazo y de tiempos breves. No recuerda e incluso elimina el pasado, sin
hacerse cargo del futuro, es decir, de lo que sucederá más allá de los plazos
electorales y de las fronteras nacionales. Se ve afectada por el localismo y el
presentismo. Está claro que la visión miope del corto plazo y los espacios
estrechos no puede más que permanecer anclada a los intereses inmediatos y
nacionales, y, por lo tanto, excluye todo diseño capaz de hacerse cargo de los problemas
supranacionales y del futuro. La democracia entra así en conflicto con la
racionalidad política, es decir, con los intereses a largo plazo de los propios
países democráticos. Y, por tanto, corre el riesgo de colapsar incluso en los
sistemas nacionales. También porque en el mundo globalizado de hoy, el futuro
de cada país depende cada vez menos de la política interna y cada vez más de
las decisiones externas, sean de carácter político o económico.
2.
La
necesidad y la urgencia de un constitucionalismo más allá del Estado. Instituciones
de gobierno e instituciones de garantía: Es a partir de esta banal y
elemental conciencia, como nació la idea de dar vida a un movimiento de
opinión, orientado a promover un constitucionalismo supranacional, capaz de
llenar el vacío de derecho público producido por la asimetría entre el carácter
global de los poderes salvajes y el carácter predominantemente local de la
política y el derecho.
No es una hipótesis utópica. Por el contrario, es
la única respuesta racional y realista al mismo dilema afrontado hace cuatro
siglos por Thomas Hobbes: la inseguridad generada por la libertad salvaje del
más fuerte, o bien el pacto de convivencia pacífica sobre la base de la
prohibición de la guerra y la garantía de la vida. El dilema actual es mucho
más dramático del planteado entonces. De hecho, hay dos diferencias profundas
entre la sociedad natural del homo homini lupus teorizada por
Hobbes y el estado de naturaleza en que se encuentran los 196 estados soberanos
y los grandes poderes económicos y financieros mundiales, dotados a la vez de
soberanía absoluta. La primera, es que la sociedad salvaje actual de poderes
globales es una sociedad poblada no por lobos naturales, sino por lobos
artificiales, los estados y los mercados, sustancialmente liberados del control
de sus creadores y dotados de una fuerza destructiva incomparablemente mayor
que cualquier armamento del pasado. La segunda es que, a diferencia de todas
las otras catástrofes del pasado —las guerras mundiales, los horrores de los
totalitarismos—, la catástrofe ecológica y nuclear es en gran medida
irreversible, y tal vez no haya tiempo de formular nuevos “nunca más”: en
efecto, pues existe el peligro de adquirir conciencia de la necesidad de un
nuevo pacto cuando sea demasiado tarde.
Ese pacto de convivencia pacífica, no se olvide, ya
había sido estipulado por la humanidad tras la segunda guerra mundial y la
liberación del nazi-fascismo. En aquel extraordinario quinquenio constituyente,
entre 1945 y 1948, después de la guerra mundial, la humanidad pareció tomar
conciencia de su propia fragilidad. Por eso, en los países liberados del
fascismo, no solo se refundaron las democracias nacionales, sobre
la base de los límites y restricciones impuestas por las constituciones rígidas
sobre las decisiones de las mayorías. También se refundó, con la Carta de la
ONU y luego con las numerosas cartas de derechos humanos, el derecho
internacional, que dejó de ser un sistema pacticio de relaciones entre Estados
soberanos basados en tratados, para convertirse en un sistema jurídico en el
que todos los Estados miembros están sujetos a un mismo derecho, es decir, a la
prohibición de la guerra, y al respeto y actuación de los derechos humanos.
Disponemos ya, pues, de un embrión de constitución del mundo, compuesto por
la Carta de las Naciones Unidas y
las numerosas otras cartas, declaraciones, convenciones y pactos
internacionales sobre derechos humanos. En términos de legislación, en resumen,
el paradigma constitucional ya se ha incorporado al ordenamiento internacional.
Entonces, lo que proponemos es que dicha incorporación se exprese mediante la
estipulación de una Constitución de la Tierra que, como ocurrió con la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea,
recoja y reelabore en un texto único, rígidamente supra-ordenado a todas las
demás fuentes, tanto estatales como internacionales, aquellas que el Preámbulo
a dicha Carta ha llamado las “tradiciones constitucionales comunes” a las
Cartas de Derechos más avanzadas.
Pero de hecho, la embrionaria constitución del
Mundo representada por dichas cartas está experimentando, junto con la pérdida
de memoria de los “nunca más” a la guerra y a los totalitarismos estipulados en
ella, un vistoso proceso deconstituyente. La estipulación en todas
esas cartas de principios de paz, igualdad y derechos fundamentales, habría
requerido la introducción de sus garantías por una esfera pública mundial:
garantías de paz a través de la actuación del capítulo VII de la Carta de la
ONU y, por tanto, el monopolio supranacional de la fuerza, la disolución de los
ejércitos nacionales y la prohibición de las armas; garantías de los derechos
sociales a la salud, la educación y la subsistencia, a través de la
financiación adecuada de instituciones mundiales de garantía como la FAO y la
OMS; garantías de los bienes comunes contra la devastación ambiental, mediante
el establecimiento de demanios supranacionales; garantías jurisdiccionales,
comenzando por el control de constitucionalidad y convencionalidad, contra la
violación de las prohibiciones y las obligaciones impuestas por estas
garantías.
En efecto, hay un rasgo característico de los
derechos fundamentales que explica su ineficacia en el orden internacional. A
diferencia de los derechos patrimoniales, cuyas garantías nacen junto con los
derechos garantizados —la deuda junto al crédito, la prohibición de daños junto
al derecho real de propiedad— los derechos fundamentales no surgen con sus
garantías, que bien pueden faltar y de hecho faltan en el derecho
internacional. Por lo tanto, necesitan reglas de actuación que introduzcan, a
escala global, las garantías principales y las correspondientes instituciones,
como el servicio de salud mundial, una organización mundial del trabajo, un
demanio planetario, un fisco global y similares. Ninguna de estas instituciones
de garantía se ha establecido, excepto la Corte Penal Internacional introducida
por el Tratado de Roma de 1998.
Pues bien, nuestra hipótesis de la Constitución de
la Tierra tiene la intención de tomar en serio las numerosas cartas de derechos
existentes, que son derecho válido a pesar de ser ineficaces, introduciendo una
primera innovación respecto a las constituciones estatales y, sobre todo, a las
diversas cartas internacionales de derechos humanos. A diferencia de estas,
deberá prever e incluir en el texto constitucional no sólo las funciones
tradicionales legislativa, ejecutiva y judicial, sino también las funciones e
instituciones de garantía primaria de los derechos y los bienes fundamentales.
La hipótesis teórica cuya asunción proponemos como
base de nuestro proyecto es, de hecho, una reformulación de la clásica
tipología y separación de poderes formulada por Montesquieu hace 270 años, en
presencia de un sistema institucional enormemente más simple que los actuales:
la distinción, que he propuesto varias veces, entre instituciones de
gobierno e instituciones de garantía. Las instituciones de
gobierno son aquellas con funciones políticas, de opción e innovación
discrecional en orden a lo que podemos llamar la “esfera de lo decidible”: no
sólo, por lo tanto, las funciones propiamente gubernamentales de orientación
política y opción administrativa, sino también las funciones legislativas. Las
instituciones de garantía, por otro lado, son las encargadas de las funciones
vinculadas a la aplicación de la ley, en particular, del principio de la paz y
de los derechos fundamentales, para garantizar lo que llamaré, la “esfera de lo
indecidible (que o que no)”: las funciones judiciales o de garantía secundaria,
pero antes aún las funciones dirigidas a garantizar en vía primaria los
derechos sociales, como las instituciones educativas, sanitarias, asistenciales, de
previsión social y similares.
Estas funciones y estas instituciones de garantía
son, más que las funciones e instituciones de gobierno, las que hay que
desarrollar a escala global en actuación del paradigma constitucional. Lo
necesario, a fin de garantizar la paz, el medio ambiente y los derechos
humanos, no es ya el establecimiento de una reproducción improbable, y ni
siquiera deseable, de la forma estado a escala supranacional —una especie de
superestado mundial, aunque sea basado en la democratización política de la
ONU— sino más bien la introducción de técnicas, funciones e instituciones de
garantía adecuadas. En efecto, las funciones e instituciones de
gobierno, al estar legitimadas por la representación política, es bueno que
permanezcan lo más posible dentro de la competencia de los estados nacionales,
no teniendo mucho sentido un gobierno representativo planetario basado en el
principio clásico de una persona/un voto. Al contrario, las funciones e
instituciones de garantía primaria de los derechos fundamentales, en particular
de los derechos sociales a la salud, la educación y la protección del
medioambiente, al no estar legitimadas por el consenso de la mayoría sino por
la universalidad de los derechos fundamentales, no sólo pueden, sino que en
muchos casos deben ser introducidas a escala internacional. La mayoría de estas
funciones contramayoritarias —en materia de medio ambiente, delincuencia
transnacional, gestión de bienes comunes y reducción de las desigualdades— por
su relación con problemas globales, como la defensa del ecosistema, el hambre,
las enfermedades no tratadas y la seguridad, requieren respuestas globales que
sólo instituciones globales pueden proporcionar.
Es, sobre todo, la falta de estas funciones e
instituciones globales de garantía, la verdadera gran laguna del
derecho internacional actual, que equivale a una patente violación. Estas
funciones e instituciones de garantía son las que hay que diseñar y luego
introducir e imponer normativamente en la Constitución de la Tierra, para
garantizar la supervivencia del género humano, amenazada por primera vez en la
historia por nuestras propias políticas irresponsables.
Por esta razón hemos concebido la idea de una
escuela “Constituyente Tierra”, cuyo fin no es enseñar, sino
estimular la reflexión colectiva y la imaginación teórica sobre las técnicas y
funciones de garantía idóneas para hacer frente a los desafíos y las
catástrofes mundiales. Si nuestro proyecto tuviera el solo efecto de introducir
en el orden del día la reflexión teórica sobre estas técnicas de garantía,
habría logrado su objetivo esencial.
3.
La
adveración del constitucionalismo por efecto de su expansión a escala mundial, frente a los poderes privados y para la
protección de los bienes fundamentales. La verdadera utopía, el verdadero realismo. La Constitución de la Tierra produciría
además una segunda innovación aún más importante, en relación con el
constitucionalismo tradicional. El constitucionalismo actual es un
constitucionalismo de derecho público, anclado en la forma del estado nacional
y presentado como sistema de límites y vínculos en garantía de los derechos
fundamentales. Las expresiones “estado de derecho”, “estado legislativo
de derecho”, “estado constitucional de Derecho” son significativas:
en la tradición liberal, solo el estado y la política, serían el lugar del
poder y esto justificaría su sujeción a reglas y controles. Por el contrario, la
sociedad civil y el mercado serían el reino de las libertades, que habría que
proteger, sobre todo, de los abusos y los excesos de los poderes públicos. Las
relaciones internacionales serían el lugar de la soberanía, aunque débilmente
obligadas al respeto de los tratados internacionales.
La Constitución de la Tierra que proponemos
elaborar se caracterizará en cambio por una expansión del paradigma
constitucional más allá del estado, en tres direcciones: a) en primer lugar, en
la dirección de un constitucionalismo supranacional o de
derecho internacional, junto al constitucionalismo estatal actual, a través de
la previsión de funciones e instituciones supraestatales de garantía, a la
altura de los poderes económicos y políticos mundiales; b) en segundo lugar,
hacia un constitucionalismo de derecho privado, junto al
constitucionalismo de derecho público actual, mediante la introducción de un
sistema adecuado de normas y garantías frente a los actuales poderes salvajes
de los mercados; c) en tercer lugar en dirección a un constitucionalismo
de bienes fundamentales, junto al de los derechos fundamentales, mediante
la previsión de garantías destinadas a conservar y asegurar el acceso de todos,
al disfrute de bienes vitales como los bienes comunes, pero también a los
medicamentos esenciales y a la alimentación básica.
Son tres expansiones dictadas por la misma lógica
del constitucionalismo, cuya historia es la historia de una expansión
progresiva de sus tutelas: de los derechos de libertad en las primeras
declaraciones y constituciones del siglo XIX, al derecho a huelga y los
derechos sociales en las constituciones del siglo pasado, hasta los nuevos
derechos a la paz, al medio ambiente, a la información, al agua y a la
alimentación, hoy reivindicados y todavía no todos constitucionalizados. Ha
sido una historia social y política antes que teórica, dado que ninguno de
estos derechos ha descendido de lo alto, sino que han sido conquistados por
movimientos revolucionarios: las grandes revoluciones estadounidense y
francesa, luego los movimientos del siglo XIX en Europa para los estatutos,
después la lucha de liberación antifascista de la que nacieron las actuales
constituciones rígidas, finalmente las luchas obreras, feministas, ecologistas
y pacifistas de estas últimas décadas.
Hoy es un nuevo movimiento de opinión y lucha
política el que debe ser activado por la movilización de millones de jóvenes en
defensa de la Tierra. No sólo se trata de una ampliación, sino también de una
adveración del constitucionalismo. En efecto, pues estamos convencidos de que
existe una contradicción irresuelta, presente de manera explícita en la Carta
de la ONU, entre el constitucionalismo de los derechos universales y la defensa
de las soberanías estatales, entre el principio de paz y la ausencia de un
monopolio de la fuerza en manos de la ONU, entre el universalismo de los
derechos fundamentales y la ciudadanía. Por lo tanto, es un salto cualitativo
del constitucionalismo, hoy impuesto por las amenazas mortales al futuro de la
Tierra y de la humanidad. El paradigma constitucional cerificado por su
universalización es, en efecto, incompatible tanto con la ciudadanía, que es el
último accidente de nacimiento —un derecho a tener derechos— que diferencia a
las personas por razón de estatus, como con la soberanía, puesto que no admite
poderes constituidos soberanos. “La soberanía pertenece al pueblo”, dicen las
constituciones democráticas. Pero, puesto que el pueblo no es un macro-sujeto,
esto quiere decir que la misma no es más que la suma de estos fragmentos de
soberanía que son los derechos fundamentales de los que todos —los millones,
más aún, los miles de millones de personas que forman el pueblo— son titulares.
Sólo una Constitución de la Tierra puede superar
estos factores de división del género humano, y de contradicción con los
principios de paz e igualdad, que son las diferentes soberanías y ciudadanías
y, por lo tanto, dar por verdadero el universalismo de los derechos
fundamentales. Sólo gracias a las ampliaciones del constitucionalismo aquí
esbozadas, estados y mercados dejarán de ser, como dijo Raniero La Valle,
nuestros patrones, es decir, valores intrínsecos y fines en sí mismos, como hoy
querrían soberanistas y liberistas, para transformarse en instrumentos de
garantía de los derechos fundamentales de todos y de los demás principios de
justicia constitucionalmente establecidos. Sólo tales ampliaciones podrán
restaurar la geografía democrática de los poderes, alterada por su confusión y
por la inversión de facto del gobierno político de la
economía, en el gobierno económico de la política.
Es en esta inversión de la relación entre política
y economía, provocada por la asimetría entre el carácter global de la segunda y
el carácter aún puramente estatal de la primera, donde reside el principal
factor de crisis de nuestras democracias constitucionales. Hoy no son los
Estados los que garantizan la competencia entre las empresas, sino por el
contrario, las grandes empresas transnacionales las que ponen a competir a los
Estados, privilegiando a aquellos en los que son menores las garantías
laborales y los derechos fundamentales, menor o inexistente la tutela del
medioambiente y mayores las posibilidades de corromper o condicionar a los
gobiernos. Por esta razón, la alternativa es hoy radical: o se
desarrolla un proceso constituyente de carácter supranacional, primero europeo
y luego mundial, es decir, la construcción de una esfera pública planetaria
capaz de establecer límites a la soberanía salvaje de los mercados y de los
estados más poderosos, para garantizar los derechos y los bienes vitales de
todos, o no sólo estarán en peligro nuestras democracias, sino también la paz y
la habitabilidad del planeta.
Es por lo que estamos convencidos de que hoy la
verdadera utopía, la hipótesis más irreal e inverosímil, es la idea de que la
realidad pueda permanecer indefinidamente tal como es: que se pueda
continuar a largo plazo basando nuestras ricas democracias y nuestros
despreocupados tenores de vida, en el hambre y la miseria del resto del mundo,
en la fuerza de las armas y el desarrollo ecológicamente insostenible de
nuestras economías. Siendo realistas, todo esto no puede durar. Es el mismo
preámbulo de la Declaración del ‘48 el que establece, con realismo, un vínculo
de implicaciones recíprocas entre paz y derecho, entre seguridad e igualdad. Y
aunque la actual ausencia de una esfera pública global equivalga a la ley del
más fuerte, a largo plazo no le servirá ni aún al más fuerte, pues la Tierra,
como dice un viejo lema del movimiento contra la actual globalización salvaje,
es el único planeta que tenemos.
En resumen, el verdadero realismo, la única
respuesta racional a los desafíos mundiales es la construcción de una esfera
pública global, que tome en serio las promesas formuladas en ese embrión de
constitución del mundo que son las diversas cartas de derechos. Nuestra
iniciativa, el papel de nuestra escuela solo tendrá éxito si consigue
introducir en la agenda de la reflexión teórica y política el tema, hasta ahora
ignorado, de la refundación de las garantías de nuestras democracias. El tema
de un proceso constituyente de la democracia cosmopolita, que es también el
presupuesto de un proceso reconstituyente de las democracias nacionales. Por
esta razón, difundiremos también nuestro llamamiento fuera de Italia e
intentaremos incorporar a esta reflexión colectiva puesta en marcha por
nuestras escuelas a todo el mundo de la cultura jurídica y política: juristas,
economistas y teóricos de la política de todo el mundo.
En efecto, nuestra escuela, mejor, nuestras
escuelas —esperamos que se unan otras a la que organizaremos aquí en Roma—
tendrá que reflexionar sobre todos los diversos problemas y emergencias que
ponen en peligro a la humanidad, con el fin de identificar las técnicas de
garantía más pertinentes. Aquí indicaré tres, todas de carácter global: a) las
catástrofes ecológicas; b) las guerras nucleares y la producción y multiplicación
de las armas; c) el hambre y las enfermedades no tratadas. Pero hay muchos
otros problemas y emergencias sobre los cuales tendremos que reflexionar: la
explotación del trabajo, el problema de los migrantes, las amenazas a la
democracia —y no sólo los innegables beneficios— hoy representados por la
tecnología de la información. Todos estos temas están relacionados entre sí: el
cambio climático, las guerras y el crecimiento de la pobreza, de la que huyen
cientos de miles de migrantes, es el resultado del anarcocapitalismo salvaje y
depredador, a su vez respaldado por las políticas liberales y la desintegración
de la subjetividad colectiva que ellas promueven, a través de la precarización
de las relaciones laborales, en beneficio de los populismos y sus campañas
identitarias y racistas.
4.
A)
La emergencia ambiental, las posibles catástrofes ecológicas y las garantías de
los bienes comunes. La primera urgencia que reclama un
constitucionalismo ampliado en las tres direcciones indicadas anteriormente
—como constitucionalismo global, de derecho privado y de los bienes comunes— es
la emergencia ambiental. Nuestra generación ha hecho un daño irreversible y
creciente a nuestro medio ambiente natural. Hemos masacrado enteras especies
animales, envenenado el mar, contaminado el aire y el agua, deforestado y
desertificado millones de hectáreas de tierra. El actual desarrollo desregulado
del capitalismo, insostenible en el plano ecológico, está envolviendo nuestro
planeta como una metástasis, poniendo en riesgo su habitabilidad en muy poco
tiempo. Durante el último medio siglo, mientras la población mundial se ha más
que triplicado, el proceso de alteración de la naturaleza —la construcción
desordenada y masiva, el derretimiento de los casquetes polares en Groenlandia
y la Antártida, el calentamiento global, la contaminación del aire y de los
mares, la reducción de la biodiversidad, las explosiones nucleares— se ha
desarrollado de manera exponencial. Al mismo tiempo se están extinguiendo los
recursos energéticos no renovables —el petróleo, el carbón y el gas natural—
acumulados durante millones de años y despilfarrados en unas pocas décadas. En
suma, el desarrollo insostenible es dilapidando los bienes comunes naturales
como si fuéramos las últimas generaciones en sobre la Tierra.
De ahí la necesidad de dar vida a una nueva fase
del constitucionalismo que reconozca y garantice, junto con los derechos
fundamentales, los que podemos llamar bienes fundamentales, en cuanto vitales
—como el agua, el aire, los glaciares, el patrimonio forestal— sustrayéndolos
al mercado y a la disponibilidad de la política y estipulando para ellos un
estatus inderogable de bienes constitucionales, a fin de
preservarlos y hacerlos accesibles a todos.
En cambio, asistimos al proceso opuesto: a las
privatizaciones y a la mercantilización de estos bienes. Lo ilustra el caso de
ese bien vital que es el agua potable, sometido a una doble agresión: primero
su transformación, por las prácticas depredadoras del capitalismo salvaje
—deforestación, derroche, contaminación de los manantiales y lo acuíferos— en
un bien escaso y no accesible a todos, hasta el punto de que aproximadamente
mil millones de personas no disponen de él; después, su paradójica
privatización y su transformación en mercancía, en momentos en que, por su
escasez, se necesitaría garantizarla a todos como un bien fundamental.
Pero no sólo el agua, sino todos los bienes comunes
—la atmósfera, los mares y los grandes ríos, los grandes bosques, la
biodiversidad— están hoy amenazados por el desarrollo industrial insostenible.
Parafraseando el preámbulo de la carta de la ONU, una Constitución de la Tierra
destinada a garantizar los bienes fundamentales del planeta además de los
derechos fundamentales de las personas, podría abrirse con estas palabras: “Los
pueblos de las Naciones Unidas, decididos a salvar a las generaciones futuras
del flagelo del desarrollo ecológicamente insostenible que en el transcurso de
una generación ha provocado una devastación indescriptible en nuestro medio
ambiente natural, acordamos” las siguientes medidas urgentes para garantizar
los siguientes bienes fundamentales de la humanidad.
La reflexión teórica promovida por nuestra escuela
debe identificar estos bienes y estas medidas: el establecimiento de
autoridades mundiales de garantía ambiental, encargadas de asegurar la
intangibilidad de los bienes fundamentales, la imposición de límites y
controles a la emisión de gases de efecto invernadero, la imposición de
embargos y sanciones a quienes violen las normas y garantías establecidas para
la tutela de los bienes vitales comunes. A mi juicio, la más importante de
estas garantías es una antigua figura conocida desde el derecho romano:
el demanio , es decir, la sustracción de los bienes comunes al
mercado a través de su calificación de bienes de dominio público. Con dos
correctivos. Primero, la constitucionalización de su estatus de bienes
públicos. Hoy la propiedad pública está definida en la ley: en Italia, por
el Código Civil, que
califica como tal una larga serie de cosas —playas, puertos, ríos arroyos,
lagos, carreteras estatales y similares—. Pero la ley, como sucedió en Italia,
puede disponer su privatización y transformación en bienes patrimoniales algo
que sólo su constitucionalización puede impedir. En segundo lugar, es necesario
establecer más tipos de demanios: además de los actuales demanios municipales,
regionales y estatales, también demanios supraestatales europeos
e incluso mundiales, para protegerlos de las agresiones provenientes de la
industria y el mercado mundial. De un futuro demanio planetario deberían
formar parte el agua potable, los glaciares, los mares, las costas marinas y la
selva amazónica, víctima cada año de incendios criminales.
Cabe agregar que una política racional orientada a
la protección de los bienes ecológicos requiere hoy una lucha contra el tiempo.
En efecto, pues hay una terrible novedad con respecto a todas las catástrofes
del pasado. Siempre, la razón jurídica y política ha extraído lecciones de las
otras catástrofes, incluso las más terribles —de las guerras mundiales a los
genocidios—, formulando nuevos pactos constitucionales contra su repetición,
nuevos “nunca más”. A diferencia de todas las demás catástrofes pasadas de la
historia humana, la ecológica es en gran medida irremediable, y tal vez no
tendremos tiempo para extraer las lecciones necesarias. Por primera vez en la
historia, existe el peligro de que se tome conciencia de la necesidad de
cambiar de rumbo y de establecer un nuevo pacto cuando sea ya demasiado tarde.
Pero podemos también decir que, por primera vez en la historia, la emergencia
medioambiental puede ofrecer, quizás más que ninguna otra, la oportunidad de
obligar a la población del planeta a dejar de lado los numerosos conflictos e
intereses mezquinos para unirse en una batalla común, contra una amenaza común,
por una causa común.
5.
B)
La emergencia nuclear. Las guerras y la producción y venta de armas. Garantías
de la paz. La segunda emergencia, que también requiere
la expansión del constitucionalismo a escala mundial, está constituida por las
guerras y las amenazas a la paz generadas por la producción y posesión de armas
cada vez más letales. Tras la caída del muro de Berlín, a pesar de estar previstas
como crímenes por el estatuto de la Corte Penal Internacional aprobado en Roma
el 17 de julio de 1998, Occidente ha desatado nuevas guerras de agresión: en
Irak en 1991, en la ex Yugoslavia en 1999, en Afganistán en 2001, nuevamente en
Irak en 2003, contra Libia en 2011.
Hoy las guerras son mucho más aterradoras que las
del pasado, ya solo por los armamentos utilizados, incomparablemente más
letales, y por su carácter asimétrico, como las guerras desde el cielo cuyas
víctimas pertenecen cada vez con más frecuencia a la población civil de los
países atacados. Son anticonstitucionales por naturaleza. De hecho, equivalen a
la ruptura del pacto de convivencia pacífica establecido en la Carta de la ONU,
del que son una subversión violenta.
Pues bien, la primera garantía elemental contra la
pesadilla de la guerra —también contra el terrorismo y el gran poder del
crimen—, para proteger los derechos a la paz y a la vida, debe consistir en la
prohibición rígida de todas las armas como bienes ilegales y, por lo tanto, la
prohibición sin excepciones, como crímenes, de su posesión e, incluso antes, de
su comercio y producción.
En primer lugar, la prohibición de las armas
nucleares, que pesan como una amenaza permanente sobre el futuro de la
humanidad. Hoy en día hay 14.525 ojivas nucleares en el mundo, propiedad de
nueve países: 6.850 en Rusia, 6.450 en los Estados Unidos, 300 en Francia, 280
en China, 215 en el Reino Unido, 150 en Pakistán, 140 en India, 80 en Israel y
60 en Corea del Norte. Sólo por un milagro algunas de estas ojivas nucleares no
han caído aún en manos de terroristas o, en algunos estados que las tienen, el
poder no ha sido conquistado por un loco. Pero el milagro puede terminar. El 2
de agosto de 2019, un presidente estadounidense irresponsable, a pesar del
Tratado de Desarme votado dos años antes por 122 países, es decir, por dos
tercios de los miembros de la ONU, retiró oficialmente a los Estados Unidos del
Tratado de 1987 sobre la no proliferación de las armas atómicas, reabriendo así
la carrera general de rearme nuclear.
Pero una Constitución de la Tierra debería prohibir
todas las armas, incluso las que no sean de guerra. Cada año en el mundo,
millones de personas mueren debido a su propagación: sólo en 2017 se cometieron
464.000 homicidios, la mayor parte con armas de fuego, y cientos de miles de
personas murieron en tantas guerras como infectan el planeta, casi todas
civiles; sin mencionar el gran número de suicidios y lesiones causadas por el
uso de armas.
Pues bien, esta masacre absurda se debe en gran
parte a la facilidad de compra y la enorme difusión de las armas. Basta pensar
en la diferencia abismal entre el número de homicidios por año en los países
donde la posesión de armas de fuego está muy extendida, y todos se arman por
miedo, y los que se producen en aquellos donde casi nadie va armado: siempre en
2017, 63.000 en Brasil, 29.168 en México, 17.284 en los Estados Unidos y 357,
de los cuales 123 fueron feminicidios, en Italia, donde casi nadie está en
posesión de armas y donde la percepción de la inseguridad y el miedo,
incomparablemente mayores que en el pasado cuando el número de asesinaros era
enormemente mayor, son construcciones políticas y mediáticas, que se explican
por el hecho de que casi todos los sucesos de violencia se cuentan en
televisión, generando la sensación de que vivimos en la selva.
Por lo tanto, una campaña contra las armas debe
comenzar por el reconocimiento de un hecho elemental: la difusión de las armas
y el terrible peligro que significa para la paz y la seguridad son señal de que
no se ha logrado, aún dentro de los Estados nacionales —ciertamente no en
aquellos donde cualquiera puede comprar un arma mortal, y menos aún en la
comunidad internacional— el desarme y el monopolio público de la fuerza
teorizado por Thomas Hobbes, hace casi cuatro siglos, como condiciones de la
superación del estado de naturaleza y del tránsito al estado civil. En resumen,
la producción, el comercio y la posesión de armas —de armas incomparablemente
más destructivas que hace cuatro siglos— son el signo de una civilización
incompleta de nuestras sociedades y el principal factor de desarrollo del
crimen, del terrorismo y de las guerras.
Ciertamente, el desarme generalizado y el monopolio
de la fuerza pueden aparecer hoy como una utopía y requerirán en cualquier caso
un largo plazo. Pero es esencial que el tema sea puesto en la agenda por
nuestra Constitución de la Tierra, para que la prohibición de las armas en la
vida social se convierta en el objetivo político distintivo y unificador de
cualquier fuerza democrática y de cualquier movilización y batalla progresista.
Finalmente, una Constitución de la Tierra debería
introducir una última garantía de paz que realmente haría del sistema legal
internacional un verdadero ordenamiento jurídico. Esta garantía debe consistir
en la actuación del monopolio jurídico de la fuerza por la ONU, ya prefigurado
en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. Esto provocaría
la superación progresiva de los ejércitos nacionales, ya propugnada por Kant
hace dos siglos. Sólo así se puede lograr —contra la ilusoria e insensata
voluntad de poder de los Estados, en complicidad con los intereses de los
fabricantes de armas, que son los únicos beneficiarios de los gastos militares—
el paso efectivo de la comunidad internacional del estado de naturaleza al
estado civil.
6.
C)
Un apartheid mundial. Las muertes por hambre y enfermedades no tratadas. Por
una garantía social mundial. La tercera emergencia a la que la Constitución de
la Tierra deberá hacer frente está constituida por el crecimiento de las
desigualdades en el mundo, la pobreza, el hambre y las enfermedades no
tratadas. Las estadísticas son terribles. En 2018, 821 millones de personas
sufrieron de hambre y sed, y más de 2 miles de millones de personas carecieron
de acceso a esos medicamentos esenciales, que desde 1977 la Organización
Mundial de la Salud ha establecido que deben ser accesibles a todos. Las consecuencias
de estos flagelos son alarmantes: más de 8 millones de personas —24.000 al día—
en gran parte niños, mueren cada año por falta de agua y alimentos básicos.
Muchas personas mueren por no disponer de aquellos medicamentos, víctimas del
mercado y las enfermedades, dado que algunos de están patentados o, lo que es
peor, no se producen por falta de demanda en los países ricos, en relación con
enfermedades infecciosas —infecciones respiratorias, tuberculosis, SIDA,
malaria y similares— erradicadas y desaparecidas en estos.
Estas tragedias no son catástrofes naturales. Son
el resultado de la falta de actuación de garantías que deberían haberse
introducido en ejecución de lo dispuesto en las distintas cartas
internacionales de derechos humanos. Todos los derechos establecidos por
el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales suscrito en Nueva York el 16
de diciembre de 1966 —el derecho a la salud , el derecho a la
educación, el derecho a la subsistencia— se quedaron en el papel, ineficaces y
violados, como lo demuestran decenas de millones de muertos cada año por
inanición, por falta de agua y por enfermedades no tratadas.
Estamos, por lo tanto, ante una omisión de socorro
gigantesca y criminal, que se suma a las políticas criminales que han creado
las condiciones de pobreza en las que viven y mueren millones de personas, a
causa de políticas de robo y explotación promovidas por el capitalismo
desregulado. Si tomamos el derecho y los derechos en serio, debemos reconocer
que estos crímenes se deben a una falta culpable de garantías y de las
correspondientes funciones e instituciones de garantía. Es una carencia
insensata, si se piensa en los terribles efectos del apartheid mundial
que conlleva: los crecientes flujos migratorios, el creciente odio por
Occidente, el descrédito de sus valores políticos, el desarrollo de la
violencia, el crimen organizado, las guerras civiles, los fundamentalismos y
los terrorismos. Pero la insensatez de estos incumplimientos es aún más
evidente, si se considera la facilidad con que la ausencia de garantías y la
extrema pobreza de las masas podría ser superada en beneficio de todos,
incluidos los países ricos. En efecto, pues no constaría mucho prevenir estas
masacres. La mayor parte de los medicamentos esenciales, como las vacunas
contra la poliomielitis, el sarampión y la difteria, que causan más de un
millón de muertes cada año, no cuestan casi nada. En términos más generales, el
gasto necesario para alcanzar mínimos vitales sería bajísimo. “La pobreza en el
mundo”, ha escrito Thomas Pogge, “es mucho más grande, pero también mucho más
pequeña de lo que pensamos […] Su eliminación no requeriría más del 1% del
producto global”: concretamente 1,13% del PIB mundial, 500 miles de millones de
dólares al año, menos que el presupuesto anual de defensa de los Estados
Unidos.
Por lo tanto, bastaría una modesta redistribución
de la riqueza a escala mundial para sacar a la mitad de la población de la
miseria y, al mismo tiempo, promover el desarrollo económico de los países
pobres, con el consiguiente beneficio —la paz, la estabilidad política, la
reducción y la desdramatización de las migraciones, un crecimiento económico
equilibrado— también para los países ricos.
Son muchas las instituciones internacionales de
garantía que una Constitución de la Tierra debería introducir o refundar, para
hacer frente a esta emergencia humanitaria. En primer lugar, las actuales
instituciones que gobiernan la economía —el Banco Mundial, el Fondo Monetario
Internacional, la Organización Mundial del Comercio— deberían reformarse,
haciéndolas funcionales al propósito opuesto al perseguido hasta ahora, el
desarrollo económico de los países más pobres. Para afrontar los gigantescos
problemas sociales del hambre y la miseria, habría que organizar instituciones
destinadas a satisfacer los derechos sociales previstos en los Pactos de 1966.
Algunas de estas instituciones, como la FAO y la Organización Mundial de la
Salud, existen desde hace algún tiempo, y se trataría de dotarlas de los medios
y poderes necesarios para el cumplimiento de las funciones de prestación de
servicios de alimentación y salud: estableciendo, por ejemplo, según lo
previsto en la constitución brasileña de 1988, cuotas anuales del producto
interno mundial que se utilizarían para su financiación. En cambio, habría que
crear otras instituciones, para garantizar el medio ambiente, la educación, la
vivienda y otros derechos vitales.
Finalmente, una Constitución de la Tierra debería
prever la introducción de una fiscalidad mundial de carácter progresivo para
sustentar estas instituciones de garantía. Es una propuesta presentada por
Thomas Piketty y Anthony Atkinson. Tendría entre otras, la ventaja de crear una
especie de registro de capitales y así garantizar su transparencia, evitando la
evasión fiscal. La financiación de las instituciones de garantía debería
provenir, no solo de este impuesto global, también de la denominada Tasa Tobin
sobre las transacciones financieras, de la que se ha hablado durante décadas,
que asimismo tendría el efecto de reducir las transacciones puramente
especulativas en los mercados de valores y de gravar el uso y abuso de los
bienes comunes de la humanidad, como las líneas aéreas o las órbitas
satelitales o las bandas de éter.
7.
La
alternativa posible: Constitucionalizar la globalización, globalizar la
garantía constitucional. Optimismo metodológico. En
resumen, una Constitución de la Tierra —la constitucionalización de la
globalización o, lo que es lo mismo, la globalización del constitucionalismo—
son posibles. Naturalmente, los poderosos intereses que se oponen al
constitucionalismo global impiden un optimismo fácil. Pero hay que distinguir
la improbabilidad política de la imposibilidad teórica; las razones políticas
que hacen improbable la perspectiva de un constitucionalismo global, de las
razones teóricas que se le opondrían. En efecto, pues una cosa es decir que
esta perspectiva es improbable, debido a los poderosos intereses que se le
oponen, y otra afirmar que es teóricamente imposible.
Por lo general, se confunden estas dos cosas. Una
de las tareas de nuestra Escuela para una Constitución de la Tierra debería
consistir en mostrar que la improbabilidad política de la perspectiva de una
Constitución de la Tierra provista de garantías adecuadas, no equivale en modo
alguno a su imposibilidad teórica, y que por lo tanto, si no se quiere ocultar
las responsabilidades de la política, no hay que confundir conservación y
realismo, descalificando como “irrealista” o “utópico” lo que simplemente choca
con los intereses y la voluntad de los más fuertes. Tal actitud equivaldría a
una abdicación de la razón. Y, de hecho, serviría para confirmar como
inevitables y, por lo tanto, legitimar y apoyar los procesos de constituyentes
en curso.
En efecto, no es del todo incierto que, como se
repite demasiado a menudo, no hay alternativas a lo que está sucediendo. Hay
alternativas y se realizarían sólo con que existiera la voluntad política de
actuarlas y que esta no contase con la oposición de los poderosos intereses
privados. Los problemas no son en absoluto teóricos o técnicos, sino,
lamentablemente, sólo políticos: ligados a la falta de disposición de los
poderes más fuertes —superpotencias militares, grandes empresas multinacionales
y mercados financieros— a someterse al derecho y los derechos. Pero se trata de
una falta de disposición miope que no tiene en cuenta el hecho de que, en el
actual mundo globalizado, la construcción de una esfera pública internacional
que garantice la paz y los derechos, es de un modo similar a lo ocurrido con la
formación de los Estados nacionales en los orígenes del capitalismo, la única
alternativa racional a un futuro de guerras y violencia capaz de aplastar los
intereses de todos.
Hay además otra tarea que queremos confiar a
nuestra escuela: mostrar cómo las emergencias planetarias y la posibilidad de
afrontarlas y resolverlas han generado también una novedad positiva. Por
primera vez en la historia existe un interés público y general, mucho más
amplio y vital que todos los diferentes intereses públicos del pasado: el
interés de todos en la supervivencia de la humanidad y la habitabilidad del
planeta, asegurado por las garantías de los bienes comunes y los derechos fundamentales
de todos, como límites a todos los poderes, tanto políticos como económicos.
Existe también una creciente interdependencia entre todos los pueblos del
planeta, idónea para generar una solidaridad sin precedentes entre todos los
seres humanos y para refundar la política como política interna del mundo.
Por consiguiente, esta conciencia de la
globalidad de los problemas y de sus posibles soluciones en interés de todos,
gracias a la expansión global del paradigma garantista y constitucional,
permite una nota de optimismo: existe una alternativa posible a la deriva
actual, aunque obstaculizada por intereses y prejuicios, tan poderosos como
miopes. Una escuela “Constituyente tierra” debe mostrar ante todo
la necesidad de no confundir los problemas teóricos con los problemas
políticos y de evitar la falacia realista consistente en la naturalización, y
por tanto en la legitimación, de lo que de hecho acaece. Deberá también
contrarrestar el pesimismo derrotista y paralizante, destinado a convertirse en
la resignada aceptación de lo existente. Sin la “esperanza de tiempos mejores”
escribió Kant, “un deseo serio de hacer cualquier cosa útil por el bien general
nunca habría estimulado el corazón humano”. Dado que la esperanza del progreso
es el presupuesto del compromiso moral y político.
Post scriptum del 21 de mayo del 2020.
Esas palabras fueron pronunciadas hace tres meses,
el 21 de febrero, el mismo día en que se produjo el primer brote de Coronavirus
en Italia. Fue de este modo como, lamentablemente, lo allí sostenido recibió la
más clamorosa y dramática confirmación: la necesidad y la urgencia de dar
vida a una esfera pública planetaria y a la expansión, a nivel global, del
Paradigma Constitucional. En efecto, esta Pandemia tiene un aspecto específico
con respecto a todas las otras emergencias, incluidas la ecológica y la nuclear.
A causa de su terrible balance cotidiano de muertos en todo el Mundo, la
presente calamidad, más que cualquier otra, ha hecho visible e intolerable la
falta de adecuadas instituciones globales de garantía. Más que cualquier otra
catástrofe, ha hecho urgente y universalmente condivisible la necesidad
de colmar esta laguna, en acatamiento de lo que disponen tantas declaraciones
de Derechos Humanos. De ahí podemos extraer dos lecciones: una sobre el
carácter público y la otra sobre el carácter global de las garantías capaces de
prevenir y enfrentar calamidades semejantes.
1.- La primera lección consiste en reconocer el
papel vital de la esfera pública. Después de años de devaluación libertaria, de
improviso la crisis sanitaria y la crisis económica producidas por esta
Pandemia han hecho descubrir el valor esencial e insustituible del Estado, del
cual todos, comenzando por los libertarios anti-estatalistas, exigen
literalmente todo: curaciones gratuitas y ríos de dinero; salvamento de vidas y
salvamento de las empresas; prevención de los contagios y recuperación
económica. Por encima de todo la Pandemia ha mostrado el valor inestimable de
la Salubridad Pública gratuita y accesible a todos, en cumplimiento del derecho
universal a la salud previsto por el artículo 32 de
nuestra Constitución. Ha puesto
en claro la miopía de las políticas de los gobiernos que, en estos últimos diez
años han suprimido en Italia 70.000 camas y cerrado 359 hospitales o repartos
hospitalarios, y han reducido el personal sanitario al no reemplazar a millares
de médicos y enfermeros que se pensionaron. El máximo de la estulticia fue
alcanzado en Lombardía, donde se dio la tasa más alta de contagios y de muertes
del Mundo: a comienzos de mayo, el 6,5% del total mundial; y más de la mitad de
las defunciones registradas en Italia, a causa de las políticas irresponsables
adoptadas por la Región: privatización de gran parte de la Sanidad; reducción
de la asistencia sanitaria domiciliar y del número de médicos de familia;
disminución del número de hospitales públicos, cuyas salas de emergencia fueron
invadidas por los enfermos de Coronavirus y transformados en focos de contagio;
la criminal decisión de trasladar muchos de estos enfermos, por la escasez de
camas en los hospitales públicos, a los hogares de ancianos, donde el contagio
provocó una masacre.
Con su saldo cotidiano de muertes y contagios, la
epidemia del Coronavirus puso inesperadamente a la Sanidad Pública en el centro
de las preocupaciones de todos. Ha requerido y promovido la potenciación del
sistema sanitario, la multiplicación de las camas de hospital y de los puestos
de terapia intensiva; el aumento del número de médicos y enfermeras y la
producción del material de sanidad necesario. Ha mostrado la irracionalidad –y,
en mi opinión, la inconstitucionalidad, por ser contrario al principio de
igualdad—de la existencia en Italia de 20 sistemas sanitarios diferentes,
tantos como el número de las Regiones. En fin, ha puesto en evidencia la
superioridad de los sistemas políticos que disponen de una sanidad pública, es
decir, de funciones e instituciones primarias en garantía de la salud, frente a
aquellos en los que la salud y la vida están en manos de aseguradoras y
clínicas privadas. En efecto, sólo la sanidad pública puede garantizar la
igualdad en la garantía de la salud. En caso de pandemia, sólo la gestión pública
está en capacidad de limitar los daños provenientes de las leyes del mercado
que, no obstantes los riesgos de contagio, obligan a las empresas a participar
en la carrera para la reapertura de las actividades, para evitar ser eliminadas
de la competencia, o peor, para capturar nuevas franjas de mercado,
aprovechándose del drama. Sólo la esfera pública puede producir los materiales
sanitarios necesitados –mascarillas, respiradores, guantes, tampones, test
diagnósticos, etc.– por encima de las conveniencias económicas del
momento y de las cambiantes dinámicas del mercado. Sólo la esfera pública puede
destinar fondos adecuados para el desarrollo y la promoción de la investigación
médica de terapias y vacunas, así como la producción masiva de los fármacos, para
ponerlos al alcance de todos como bienes fundamentales.
No sólo eso. El Coronavirus ha pillado a todos los
gobiernos impreparados, revelando su total imprevisión. Aunque el peligro de
una pandemia había sido previsto desde setiembre de 2019 en un informa del
Banco Mundial, no se hizo nada para enfrentarlo. En vista de las guerras se
hacen ejercicios militares, se construyen bunker, se realizan simulacros de
ataques y técnicas de defensa. Contra el anunciado peligro de una pandemia no
se hizo absolutamente nada. La paradoja llegó a su colmo con el material
sanitario. En previsión de las guerras se acumulan armas, tanques y misiles
nucleares. El Coronavirus, en cambio, nos hizo descubrir la increíble ausencia
de las medidas más elementales para enfrentar el contagio: desde la escasez de
camas y puestos de terapia intensiva, la de respiradores, tampones y
mascarillas, hasta la absurda insuficiencia de médicos y enfermeros y la
ausencia de una organización adecuada de la asistencia territorial y
domiciliaria. Naturalmente, esta imprevisión se ha revelada de la manera
más dramática en países como Estados Unidos, que carecen de sanidad pública. En
dichos países, quien no tiene un seguro adecuado, no recibe tratamiento médico,
y decenas de millones de pobres son abandonados a su suerte. Impreparación e
imprevisión son inevitables en los países pobres; pero son signo de una
increíble locura en el caso de grandes potencias, debilísimas en la defensa de
la vida y de la salud de las personas. En los Estados Unidos el presidente
Trump ha desmantelado en gran parte la modesta reforma sanitaria de
Obama, dejando millones de pobres sin posibilidad de curarse. La más grande
potencia del Mundo continúa produciendo armas nucleares cada vez más
destructivas contra enemigos inexistentes, pero se encontró desprovista de
respiradores y tampones, provocando así decenas, si no centenares de miles de
muertos.
2.- No menos importante y vital es la lección
segunda, asociada al carácter global de esta pandemia que habría necesitado una
respuesta también global, decidida a base de estrategias unitarias como las que
sólo pueden provenir de una institución global de garantía. En efecto, basta
con que en cualquier país o región se adopten medidas inadecuadas o
intempestivas, para que reaparezcan, con los viajes, los peligros de contagio,
y se multipliquen las infecciones y las muertes en todos los otros países.
Nuestro ordenamiento internacional dispone ya de una Organización Mundial de la
Salud. Pero esta institución no está ni de lejos a la altura de las funciones
de garantía que se le confiaron, a causa de los escasísimos medios – 4.800
millones cada dos años, en parte provenientes de fuente privada– y de la
falta de poderes efectivos. Además, en esta ocasión ha dado prueba de una
clamorosa ineficiencia. Por ello habría que reformarla y reforzarla en sus
finanzas y poderes, para ponerla en grado: primero. de prevenir las pandemias y
bloquear su contagio en origen; segundo, de responder a ellas con medidas
confiadas a los distintos niveles del ordenamiento sobre la base de un
principio de subsidiaridad que asigne a los niveles normativos superiores la
adopción de principios guía de alcance general, y a los distintos niveles
inferiores su adaptación a las diversas situaciones territoriales; y en tercer
lugar, llevar la ayuda médica necesaria a los países más pobres y mas
desprovistos de servicios sanitarios. Si hubiera existido una semejantse
gestión unitaria y oportuna ‘multi-nivel’ –informada en el principio de
subsidi.aridad, pero coordinada por una verdadera institución global de
garantía independiente—hoy no lloraríamos cientos de miles de muertos.
En vez de esto, cada Estado ha adoptado contra el
virus, en tiempos distintos, diversas y heterogéneas medidas de una región a
otra, a veces insuficientes del todo porque están condicionadas por el temor de
dañar la economía y, en todos los casos, fuentes de incertidumbres, confusiones
y conflictos entre los diversos niveles institucionales. En Europa, en
particular, los 27 países miembros se han movido en orden aparte, adoptando
cada uno diferentes estrategias, a pesar de que sus Tratados constitutivos
imponen una gestión común de la epidemia. El artículo 168 del Tratado sobre el
funcionamiento de la Unión, después de haber afirmado que “la Unión garantiza
un nivel elevado de protección de la salud humana”, establece que “los Estados
miembros coordinan entre ellos las respectivas políti.cas, en coordinación con
la Comisión” y que “el Parlamento europeo y el Consejo pueden también adoptar
medidas para proteger la salud humana, en particular, para luchar contra los
grandes flagelos que se propagan fuera de sus fronteras”. Además, el
artículo 222, titulado “Cláusulas de Solidaridad”, establece que “la Unión y
los Estados miembros actúan conjuntamente en un espíritu de solidaridad, cuando
un Estado miembro sea víctima de una calamidad natural”.
Ocurrió, en cambio, que la Unión Europea –cuya
Comisión tiene entre sus componentes un Comisario para la Salud, otro para la
Cohesión e incluso un Comisario para la Gestión de las Crisis- ha renunciado a
asumir el gobierno de la epidemia mediante directivas sanitarias homogéneas
para todos los Estados miembros. Si a esta abdicación de su propio rol de
gobierno se añade el penoso conflicto entre soberanistas del norte y
soberanistas del Sur, a propósito de las ayudas económicas a los países que más
han sufrido la epidemia, es evidente el riesgo de que venga a faltar la razón
de ser de la Unión, que se ha revelado capaz de imponer a los Estados miembros
sólo sacrificios en beneficio del equilibrio presupuestario, pero no también
medidas sanitarias en beneficio de la salud y de la vida de sus ciudadanos.
Por otra parte, es posible que la pandemia del
Coronavirus, al golpear a todo el género humano sin distinciones de
nacionalidad y de riqueza, genere la común consciencia de la necesidad,
proyectada por nuestro movimiento “Constituyente-Tierra”, de la construcción de
una esfera pública y de un constitucionalismo globales, capaces ante todo de
garantizar la salud a todos los seres humanos, pero más en general, idóneo para
afrontar todos los desafíos y emergencias globales –ambientales, nucleares,
humanitarias- que afectan a la Humanidad entera.
Como dicen todos, este cataclismo está destinado a
producir efectos revulsivos para nuestro futuro. Pues bien, estos efectos
podrán ser regresivos o progresivos, según prevalezca la ceguera de la ley del
más fuerte o la razón de las leyes de los más débiles. Podrá seguirlo un
crecimiento incontrolado de las desigualdades, de las discriminaciones y de la
desocupación, o bien nuevas garantías de los derechos vitales a la subsistencia
y de la igualdad en los derechos; un más feroz desarrollo del darwinismo
social, o una refundación garantista del ‘Wellfare’ portadora de una desburocratización
y de su transformación en Estado Social de Derecho; una acentuación destructiva
de la competencia capitalista, o la afirmación, en interés de todos, del valor
racional de la solidaridad; una ulterior declinación de la Unión Europea por la
prevalencia de los soberanismos del Sur y de los soberanismos y los egoísmos
del Norte, o su refundación con base en una renovada solidaridad y de un
efectivo desarrollo de sus instituciones en sentido federal y constitucional;
el desarrollo de una esfera pública global regida por un constitucionalismo de
alcance universal, o bien la regresión a los viejos nacionalismos en conflicto,
y a los poderes desenfrenados de los mercados, en espera de la próxima
catástrofe.
Tomado de: https://www.elpais.cr/2020/10/13/por-que-una-constitucion-de-la-tierra/
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